Sorprende a los visitantes distraídos y los paraliza. El llamado a la oración baja en árabe desde los minaretes de las mezquitas para convocar a los fieles del islam. Es un canto magnético, poderoso, que toma más fuerza aún porque comienza a replicarse en canon en las torres (también llamadas alminares) de los más de dos mil templos que hay en Estambul. Son unos minutos breves e intensos, en los que se proclaman la grandeza de Dios y a Mahoma como el mensajero, mientras vibran las calles y el propio cuerpo. Musical e hipnótico, el llamado que emiten los altoparlantes (llegaron para socorrer a las gargantas que antes cantaban desde lo alto) se repite cinco veces al día en la ciudad más grande de Turquía y, junto con la vestimenta de muchas mujeres, recuerda que la mayoría de su población es musulmana.
Es extraño estar con los pies en Europa y la mirada en Asia, siempre. Esta primera reflexión surge al contemplar los buques que cruzan el Estrecho de Bósforo, canal natural de 32 km de largo que marca el límite entre ambos continentes y une los mares de Mármara y Negro. A simple vista, puede confundirse con el golfo conocido como Cuerno de Oro, también atravesado por puentes (como el antiguo de Gálata). Pero la ría sólo tiene 7 km y divide en dos a la parte europea de la ciudad.
Los turcos van y vienen continuamente de un continente a otro, sin salir de Estambul: en auto; en tren, por el túnel ferroviario que va por abajo (se está construyendo una segunda vía subterránea) y en ferry, la forma más directa y económica. Aquí reside, quizá, una de las claves para comprender esta ciudad compleja, con una historia signada por la opulencia y una importancia geopolítica que continúa vigente. En todo caso, la sensación es que Estambul es demasiado oriental para ser occidental y demasiado europea para ser asiática. Y en Argentina, se ha puesto de moda gracias a la telenovela “Las mil y una noches”, al ser el escenario de la historia de amor entre Sherezade y Onur.
Con una ubicación estratégica indiscutible, se llamó Bizancio en el 667 aC. cuando la fundaron los griegos, hasta que en el 330 dC. fue bautizada Constantinopla por el emperador Constantino I El Grande, quien decidió convertirla en la Nueva Roma y declararla capital del Imperio Romano. Al dividirse en dos este último, pasó en el 395 dC. a ser la capital del Imperio Romano de Oriente o Bizantino, y luego de ser conquistada por los turcos, fue la capital del Imperio Otomano.
Al pisar estas tierras se llena de contenido aquella frase que se repetía de memoria en la escuela: “En 1453, la caída de Constantinopla marcó el final de la Edad Media” y hasta se puede imaginar al sultán Mehmed II entrando con su caballo en Santa Sofía para convertirla en mezquita. En cambio, no se tiene tan presente que en 1930 la ciudad adoptó el nombre de Estambul, una vez que Mustafá Kemal Atatürk estableció la República de Turquía en 1923 y trasladó la capital a Ankara.
La profunda transformación cultural al pasar de ser bizantina imperial a otomana y de cristiana ortodoxa a musulmana es palpable en cada rincón de Estambul, especialmente, en el área conocida como Sultanahmet o “ciudad de los sultanes”. Hablan los restos de las murallas y de los imponentes acueductos romanos. Hablan los mosaicos bizantinos descubiertos bajo las capas de pintura otomana. Hablan la Plaza Taksim y el ritmo frenético de la superpoblada peatonal Istiklal, donde vendedores de castañas y choclos asados conviven con marcas de hamburguesas y café internacionales.
Iconos de ayer y hoy
En las épocas romana, bizantina y otomana (y en la actual, la turística) el corazón de la ciudad siempre latió en el centro de Sultanahmet. Por eso las visitas guiadas se aglutinan en los templos emblemáticos situados a los lados del antiguo hipódromo romano, como la mezquita construida en honor al sultán Ahmed I entre 1609 y 1616, conocida por todos como la Mezquita Azul.
Su silueta única, con seis minaretes, es fotografiada desde todos los ángulos posibles, mientras se hace la fila para entrar. Desafiando al frío invernal, varios hombres realizan sus abluciones antes de orar. Llama la atención de esta cronista el señor de barba oscura que cuelga su abrigo en la pared larguísima, con una cantidad de canillas y asientos de mármol difíciles de contar. Elige uno al azar y se lava tres veces cada brazo hasta el codo, la boca, la cara, las orejas, la coronilla, la nuca y los pies, sin dejar de rezar. Terminado el ritual, se pone dos pares de medias sobre los pies mojados y entra sin zapatos, como todos.
Además de entregarnos una bolsa en la puerta para llevar el calzado, las mujeres debemos cubrirnos la cabeza y los hombros antes de caminar sobre el suelo alfombrado. Por ser visitantes, nos quedamos todos juntos. Pero si fuéramos a rezar, las mujeres tendríamos que ir a un sitio apartado de los hombres.
La razón del apodo de la mezquita no genera dudas para nadie, porque el interior está recubierto por más de 21.000 azulejos con predominio del azul. Las dimensiones impactan también, con una nave central que es casi un cuadrado de 51 por 53 metros, y una cúpula de 23 metros de diámetro y 43 metros de altura. Al no permitir representar imágenes, en el mundo musulmán se desarrolló el arte de tejer alfombras –para rezar en el piso–, los azulejos, los cristales, las tallas de piedra y madera, la alfarería y la caligrafía.
Un ícono conduce al otro. Enfrentada a la Mezquita Azul, se encuentra el otro gran símbolo de Estambul: Santa Sofía, Haghia Sofía o Ayasofya , como la llaman los turcos. Era la iglesia más grande hasta que fue superada en tamaño por la Basílica de San Pedro, en el Vaticano.
Se trata del tercer templo reconstruido en el lugar desde el 360 dC. con el mismo nombre. Convertido en museo en 1935, representa una síntesis de la historia de la ciudad, con elementos cristianos e islámicos superpuestos. El edificio que quedó en pie es la obra maestra bizantina más importante, levantada entre el 532 y 537 dC. durante el mandato del emperador Justiniano.
Dedicada a la santa sabiduría de Dios (del griego sofía, sabiduría), fue la catedral bizantina oriental de Constantinopla hasta la conquista del Imperio Otomano, con un paréntesis católico entre 1204 y 1261 durante el patriarcado del Imperio Latino fundado por los Cruzados, cuando fue la iglesia del Papa. En 1453 empezó a funcionar como mezquita y se taparon las imágenes cristianas. El templo reúne pinturas originales, una cúpula de 31 metros de diámetro, columnas inclinadas y pisos de mármol rajados por el paso de los siglos y algunos terremotos, medallones gigantes en árabe y la recuperación de los mosaicos bizantinos más famosos del planeta. “Cristo en el medio, San Juan Bautista a la derecha y la Virgen María a la izquierda. Siglo XIII”, se lee en la pared del Cristo Pantocrátor, una obra que nadie se quiere perder. También en la segunda planta, se encuentran los mosaicos del emperador Constantino y la emperatriz Zoe adorando a Cristo. Antes de bajar, se descubre ¡un grafiti vikingo del siglo IX!
Un museo al aire libre
Cuesta imaginar al Hipódromo Romano en la gran Plaza de Sultán Ahmet, donde en la actualidad caminan turistas y vendedores ambulantes entre reliquias griegas y egipcias. Su inauguración coincide con las ceremonias de la declaración de Estambul como la segunda capital del Imperio Romano por el emperador Constantino El Grande en el 330 dC., tenía forma rectangular y casi 400 metros de largo por 120 metros de ancho. En otras palabras, después del Circus Maximus de Roma, era el segundo hipódromo más grande del mundo. Durante las eras bizantina y otomana, se usó para actividades deportivas y culturales –carreras de caballos, luchas de gladiadores, pruebas de atletismo–, manifestaciones públicas y como museo al aire libre con monumentos de importancia.
El más valioso de ellos sigue en pie, con casi 20 metros de altura y sus jeroglíficos intactos. Es el Obelisco de Teodosio, originalmente erigido por el faraón Tutmosis III hacia 1450 aC. en Egipto y traído a la entonces Constantinopla en el año 390 aC. Además de la Columna de Constantino y la Fuente Alemana, se destaca la Columna Serpentina, el segundo monumento más antiguo del lugar. En el 479 aC. fue transportada desde el Templo de Apolo, en Delfos, Grecia, pero la espiral de tres serpientes entrelazadas en bronce perdió sus cabezas y la caldera de oro.
Entonces surge una visita que supera las expectativas. Vamos a las profundidades. La Cisterna de Yerebatan o de la Basílica es la mayor de las numerosas reservas de agua que tenía la ciudad. Al recorrer las pasarelas de este enorme recinto, oscuro y húmedo, se comprende por qué le dicen “el palacio sumergido”. Impactan sus 336 columnas, la fecha de construcción (siglo VI dC., en tiempos del emperador Justiniano) y los 80.000 litros de agua que podía recibir de los bosques de Belgrado –a 19 km de Constantinopla– a través de los acueductos. Cuando parecían agotadas las sorpresas aquí abajo, aparecen dos columnas con una cabeza de Medusa invertida como base.
Antes de almorzar, recorremos el Palacio de Topkapi. Imperdible, con mayúsculas. Formado por varios edificios y patios, fue construido por orden del sultán Mehmed II El Conquistador entre 1460 y 1478. No sólo sirvió de residencia para los sultanes otomanos y sus sirvientes sino como centro administrativo hasta 1856, cuando se mudaron al Palacio de Dolmabahçe, en el Bósforo. Sin embargo, el Tesoro del sultanato, las Reliquias Sagradas del Profeta y los Archivos del Imperio continuaron allí. Después de ser abolida la monarquía otomana, el palacio fue abierto al público como museo, en 1924.
En la acrópolis bizantina de la zona de Sarayburnu, al final de la península de Estambul, y rodeado por el mar de Mármara, el Bósforo y el Cuerno de Oro, el Palacio ocupa una superficie de 700.000 m2, incluyendo los Jardines Reales. El esplendor de Topkapi se produjo durante el reinado de Solimán El Magnífico, quien hacia 1540 extendió el imperio por toda la cuenca del Mediterráneo y los Balcanes.
Al atravesar la Puerta Imperial y la Plaza de las Ceremonias, se van sucediendo las cocinas –alimentaban a 10.000 personas y, como Constantinopla era parte de la Ruta de la Seda, atesoraba porcelanas chinas, utensilios que recibían de regalo y botines de guerra–, los establos, el Consejo Imperial, la Torre de la Justicia, la Cámara de la Audiencia, el Tesoro de las Armas, el Harén (demanda una visita aparte, que vale la pena), la Sala de la Circuncisión, la Cámara de los Vestidos y la Sala de las Reliquias Sagradas, además de una cantidad abrumadora de atractivos.
Entre los tesoros y joyas se exhiben desde un ajedrez de esmeraldas contra rubíes hasta el Diamante del Cucharero, considerado el más grande del mundo: tiene 86 quilates y la forma de una gota rodeada por 49 brillantes. Según la leyenda, un vendedor lo encontró en un basurero, creyó que carecía de valor y lo cambió por tres cucharas.
Al llegar al recinto de las Reliquias Sagradas, todos achinamos los ojos para divisar los pelos de las barbas de Mahoma en pequeños frascos de vidrio y contemplamos con atención una vara que se cree que le perteneció a Moisés.
La buena mesa y los mercados
Como parte de la postal de los templos y monumentos históricos pasa el tranvía, súper moderno, silencioso y rápido. Para cruzar la calle, hay que mirar a ambos lados y listo, se camina sobre las vías. Así llegamos a un restaurante de tres pisos donde sirven fast food turco: tiras de carne picada de cordero, papas, ensalada, ayran –un yogur líquido que se prefiere antes que las gaseosas– y, como postre, un dulce de sémola llamado helva. Los chicos abren los panes y arman hamburguesas de cordero. Buena idea.
El té es un clásico y se toma a toda hora, y el café viene con borra en el fondo –salvo que se pida colado o filtrado– y siempre acompañado por un cubito de goma llamado lukum. Puede decirse que es la golosina preferida (son de distintos sabores y a veces traen pistachos) de los estambulíes, al igual que los baklava (dulces de hojaldre rellenos). En cambio, los puestos callejeros venden kebab, simit (unas roscas saladas), choclos asados, almejas con limón, helados y jugos.
Los colores y aromas mezclados con artesanías, joyas de oro y plata e indumentaria encuentran en el Gran Bazar su gran vidriera. Con 22 puertas y unas 3.600 tiendas en las que trabajan 20.000 personas, el bazar es un laberinto donde, a fuerza de buscar la salida, uno se resigna a no abandonarlo jamás y compra cualquier cosa. ¡Pero atención! Hay que evitar volver al hotel –y sobre todo, al hogar– con objetos tales como flautas para encantar serpientes, más paquetes de té de manzana del que se puede tomar en siete vidas, ojitos y ojazos (los hay en los más diversos tamaños) para la fortuna y contra la envidia, pachminas, alfombras, juegos de té de vidrio, lámparas de colores, bols de cerámica pintados, narguiles, carteras y especias como para condimentar el menú de un ejército. Una ventaja para las mujeres argentinas: los turcos no saben que si nos dejaran mirar tranquilas compraríamos más. Pero ante su catarata de preguntas (hablan en turco entre ellos pero en inglés, español o lo que sea necesario con los turistas) y el regateo sin fin, a veces nos ahuyentan.
Eso sí: si uno les acepta un té en el vaso de vidrio de rigor que llevan en prácticas bandejas todo el día, habrán ganado la pulseada consumista. “Nos gusta conquistar”, afirma Mustafá en inglés, pero dice “somos machos” en español y se hace el canchero jugando con su tasbih de madera (una suerte de rosario con cuentas pequeñas). Piropean para vender y por deporte.
A la salida del Gran Bazar ¡siguen vendiendo! Por ejemplo, un hombre escucha ofertas mientras camina totalmente envuelto en una alfombra. La misma lógica tiene lugar en el Bazar de las Especias o Egipcio, nombre que proviene de cuando Estambul marcaba el final de la Ruta de la Seda y era el centro de distribución en Europa de las especias que llegaban desde tierras lejanas. Junto a la Nueva Mezquita, el mercado ofrece especias exóticas, frutos secos y dulces típicos, pero también vende productos similares a los del Gran Bazar.
Del otro lado del Gálata
Al buscar la parada del tranvía para viajar hasta el centro moderno de Estambul, la Plaza Taksim y la híper comercial y peatonal Istiklal (con marcas que recuerdan a Miami), me pierdo cerca de la gigantesca Mezquita de Süleymaniye (Solimán El Magnífico) y descubro un bar para fumadores de narguiles, una librería de textos antiguos, una iglesia cristiana ortodoxa y una manifestación de jóvenes en defensa del Estado laico. El clima de protesta trae a la mente que la comunidad armenia conmemora este año el centenario del genocidio ocurrido en estas tierras. Y f inalmente, con 4 liras turcas compro un jeton, el cospel que permite pasar un molinete y subir al tranvía o al metro. En pocos minutos, estoy del otro lado del Puente de Gálata (de 1845 y el primero en cruzar el Cuerno de Oro), donde decenas de pescadores desafían a la llovizna y al frío.
Se confirma la primera impresión que tuve al llegar a la ciudad. Es mucho más grande, moderna y caótica de lo que esperaba, con buses, tranvías, taxis, metros, funiculares, trenes y un tráfico infernal.
La cena me encuentra sana y salva en un restaurante de comida otomana bien agridulce, con Seda y su hija Dila. Me enseñan la costumbre de usar colonia de limón en la cara y en las manos y de saborear canela después de comer. Como cierre de la noche (y del viaje), Seda me lee la borra del café. Gira la taza e interpreta las sombras, y luego hace lo mismo con el plato. Me dice que tengo un sueño por el que vale la pena luchar. Al despedirnos, le confieso que es cierto.
IMPERDIBLES
Torre de Gálata. Es una de las torres más antiguas del mundo y desde la cima se contempla una de las mejores vistas de Estambul. Lo más llamativo no es su altura, de 61 metros, sino los muros que tienen un grosor de 3,7 metros en la base. Para que la experiencia sea completa, se puede ir en tranvía hasta Karaköy y tomar el funicular de Tünel, desde el Puente de Gálata. También se organizan cenas con shows y hay muchos restaurantes especializados en pescado.
Cruceros por el Bósforo y cafés. Al recorrer en barco el Estrecho de Bósforo, se observan barrios elegantes de la ciudad. Luego de pasar debajo del segundo puente se ve la Fortaleza de Rumeli Hisar, un castillo del siglo XVI. En los meses de calor, se puede aprovechar las mesas al aire libre de bares y restaurantes muy pintorescos en la orilla del Bósforo, así como en el barrio de Ortaköy, más alejado y con calles adoquinadas.
Museo de Arte Turco e Islámico. Tiene una gran variedad de alfombras, esculturas, sarcófagos y versiones del Corán, entre otros objetos.
Derviches. Por la noche, los derviches realizan su ceremonia espiritual, que consiste en una danza giratoria.
Baños turcos. Son la versión otomana de las termas romanas y, además de la limpieza del cuerpo y relajación, ofrecen una función social. En el siglo XVIII, Estambul llegó a tener más de 150 baños. Los más conocidos son el Hamam de Çemberlitas (construido en 1584), en el centro histórico de la ciudad, y el Hamam de Suleymaniye (a los pies de la Mezquita de Solimán), por ser el único baño turco tradicional que da servicio mixto.
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